jueves, 15 de octubre de 2020

Y Vilma Palma siguió tocando

Las noches de verano tienen un no sé qué que me hace creer que cuento con una energía que perdí pasados los treinta. Antes me gustaba sentarme en la vereda de casa a tomar una Stella -o seis-, con un espiral al lado, mirando los pendejos que chapaban en la plaza Italia. Y cómo chapaban. Ahora no tengo con quién. Pero bueno. 

Cuestión que anoche pensé que era buena idea ir a correr a la laguna. Arranqué tranquila desde casa por Las Heras con los auriculares y la radio que se suponía que me tenía que motivar. Una no se da cuenta lo vintage que es hasta que sale a correr escuchando la radio.

Recién cuando crucé la calle San Martín, caminando a buen ritmo, noté el olor a agua, a tierra, a verano y a viento. Una simple brisa que te advierte: en cualquier momento se larga. Costumbres de campo, creo. Los citadinos no perciben tanto la naturaleza porque están ensordecidos por el tráfico y el olor a asfalto y mugre. De todas formas, pensé: ya llegué hasta acá, ya me puse el jogging que tenía archivado hace una década y ya me transpiré íntegra. Voy a seguir.

Muchas canciones noventosas después, llegué al Jardín Botánico. El aire doblaba las plantas a un lado y al otro como si se estuvieran peleando. Doblé a mi izquierda por la ancha avenida hasta llegar a los semáforos, y sentí como si la corriente de viento me empujara justo por el camino que yo tenía que recorrer. 

Entre el clima, lo oscuras que estaban las calles y el tema de Virus en mis oídos, antes de cruzar la arcada para entrar en la Laguna sentí un escalofrío que me trazó una línea por la columna, y fue ahí donde decidí empezar a correr. Por un lado, para terminar cuanto antes esa estúpida idea de ir a correr de noche, y por el otro, para dejar de pensar boludeces.

Con ritmo constante y moderado, y viento de lado, arranqué el circuito de unos cuatro kilómetros. Hacía un calor infernal, pero el aire refrescaba mi piel transpirada y estaba fresca. Como un reptil. Casi a mitad de camino empecé a disfrutar la aventura, me sentía energizada y me entusiasmaba pensar que iba a dormir plácidamente después de tanto ejercicio.

Corrí por la orilla de la laguna la mayor parte del trayecto, y venía mirando cómo se movía el agua con la ventolera, armando pequeñas canaletas. “Te busqué en mi auto rojo a las seis” cantaba la radio, ya estaba bastante cansada. Justo cuando estaba por frenar a recuperar el aire, el viento, que venía castigándome desde el principio del recorrido, cesó a cero. “Ahora hace calor y la música suena bastante bien”, lejos de querer parar de correr, aumenté la velocidad, mientras miraba para todos lados con el pelo absolutamente revuelto. Miraba el agua: quieta. Las copas de los árboles: quietas. El calor aumentaba y mi piel perdía la frescura que tenía hace solo un minuto.

Junto con el cese del viento, llegó el silencio ambiente. Y si bien la música debía evitarlo, empecé a escuchar ruidos que no se supone que se tienen que escuchar cuando sos la única persona haciendo ejercicio un martes a las once de la noche en un predio tan grande. Tal vez eran ruidos de animales, tal vez eran personas. “Te juré por mi amor
que atrás la vamos a pasar mejor” repetía con la radio para adentro, para no pensar en los otros ruidos.

A pocos metros de distancia tenía los baños, señalándome que estaba exactamente en la mitad de recorrido. En realidad, los baños son una construcción en buen estado, pero que siempre está con llave y siempre tienen olor a pis. La puerta estaba abierta. Y en ese instante, mi sangre se heló. Salía un humo blanco muy espeso por todas las aberturas, y había en la puerta un par jaulas apiladas con gallinas adentro. Aumenté la velocidad de mis piernas lo máximo que pude.

Al pasar por este lugar, veo saliendo de ese lugar a dos personas con unas túnicas negras que cubrían todo su cuerpo, y continuaban en la cabeza en forma de pico. “Uoh uoh oh oh” retumbaba de fondo en mi mente la canción, pero ya no podía concentrarme en ella. 

Para ese momento era absolutamente consciente de que no tendría que haber salido a correr esa noche. Pero ya era tarde. No pude atinar a correr en dirección contraria porque en cuanto vi a esas dos personas, ellas me vieron a mí. Y volvieron al baño rápidamente. Lo que me indicó que no querían ser vistas. Y lo único que pude hacer fue a continuar mi camino como si no hubiera visto nada. Rogándole al dios que fuera, que no volvieran a salir de ese lugar.

Me saqué los auriculares para estar atenta a todos los sonidos. Ya no había viento, y podía escuchar todo: cacareos de gallinas, gritos de hombres, perros ladrando sin parar, esa maldita canción de fondo en los auriculares. Y pasos. Pasos muy cerca. Cada vez más cerca. Lo próximo que escuché fue mi cabeza estallando contra el asfalto. Al menos ya no era Vilma Palma, y pude dormir plácidamente.

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