miércoles, 16 de junio de 2021

Mundial de escritura, Día 8 (descubrir un gesto revelador en un personaje)

 El martes el almuerzo se atrasó.

 Cuando salimos de la escuela, mamá pudo notar que a Lucía le faltaban las medias con detalles en broderie. Le preguntó qué carajo hacía sacándose las medias en la escuela, y dónde las había dejado, pero, como siempre, Lucía se largó a llorar y dejó de hablar. Subiéndonos al auto con prisa y con torpeza, mamá nos miró con la puerta en la mano y lanzó: -Voy a preguntarle a la maestra por las medias de Lucía. ¡Se quedan acá! Lejos de querer ponerla más nerviosa, nos quedamos adentro del auto. Resultaba tentador jalar la manija del auto y, casi sin querer, terminar jugando en la puerta de la escuela con el resto de los chicos. Mamá odiaba a las mamás que se quedaban fuera de hora charlando en la puerta de la escuela, decía que vivían al pedo. Mientras ella no volvía, con Facu molestábamos a Lucía, por ser la culpable de que estuviéramos en el auto sin comer y sin jugar. Y porque siempre perdía algo distinto. Al cabo de un rato largo, mamá volvió. No dijo una palabra y arrancó el auto. Lucía todavía estaba llorando. Hasta que, al cabo de unos metros, mamá se dio vuelta y le dijo: - ¡Vos cállate! El resto del camino sólo oímos las congojas de Lucía y cómo se sorbía la nariz. Por las medias nadie se atrevió a preguntar. Y por la comida, menos. Cuando llegamos a casa, papá estaba con cara de que se iba a pelear con alguien. Yo estaba tranquilo porque ya no jugaba al tenis en el patio, y por ende, ya no rompía vidrios. Con Facu tampoco se iba a enojar tanto, porque era el más chico, y el más tranquilo. Y, por último, las medias de Lucía no eran jurisdicción suya, por esas cosas nos retaba mamá únicamente. Así que, un poco tenso por no poder descubrir qué pasaría, fui directamente a mi cuarto con mis hermanos. Mientras intentaba entretenerlos para que no oyeran, pero no tanto como para que mis padres los escucharan reír despreocupadamente, escuché que discutían. No terminé de entender, pero creo que mi papá se enojó porque había venido una factura de luz imposible de pagar. Le dijo que la iba a pagar ella, porque era la que usaba el lavarropas todos los días. Y mamá no respondió nada, o al menos no la escuché. Al cabo de un rato, dejaron de discutir, y mamá fue hasta el cuarto para avisarnos que estaba lista la comida. Bastó una mirada para que mis hermanos supieran que ésa era una de esas situaciones en las que uno dice “el horno no está para bollos”. En la mesa había una gran olla con arroz blanco. Y en cada plato había un huevo frito. Los huevos estaban impecables: una circunferencia de clara blanca como la leche, con un centrado botón amarillo casi anaranjado, cubierto por una delgada capa de cocción, que al pincharla con el tenedor liberaría el sagrado elixir sobre el arroz. Algo llamó mi atención, el huevo de mi mamá estaba roto. Mientras ella terminaba de preparar el jugo en la jarra, aprovechando que era su vecino en la mesa, cambié su plato por el mío. Mamá se acercó a la mesa, apoyó con seria suavidad el jugo, y se sentó a comer. Miró su plato. Miró mi plato. Me miró a los ojos y frunció levemente la pera. -Má, ¿te pasa algo? En ese instante la pera fruncida se convirtió en una cara y un cuerpo fruncidos, que fueron arrasados por un mar de lágrimas. Todos intentábamos averiguar qué le pasaba, pero ella sólo lloraba desconsoladamente. Como Lucía hacía un rato. Ocultando su cara, e intentando desesperadamente detenerse, mamá lloraba. Y papá disfrutaba del huevo frito con la yema intacta. Y ese día, mientras mamá lloraba, a mis once años, descubrí que mi papá era una mala persona.

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